Por Eduardo Sosa, licenciado en Gestión Ambiental
Especial para ElEditorMendoza
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Eduardo Sosa, uno de los organizadores de la audiencia popular contra San Jorge en Uspallata, ensaya sobre el significado de "licencia social" para la megaminería y sus alcances.
Por Eduardo Sosa, licenciado en Gestión Ambiental
Especial para ElEditorMendoza
Por estos días, el término licencia social circula con notable frecuencia entre funcionarios, empresarios mineros, medios de comunicación y comunidades. Se pronuncia mucho, pero se explica poco. Y cuando se explica, suele decir cosas distintas, según quien lo mencione. No es casual: estamos frente a un concepto polisémico, moldeado por intereses y contextos. En Mendoza, se ha vuelto eje central de los conflictos socioambientales de las últimas dos décadas.
Aunque en la actualidad es un término recurrente en organizaciones sociales, su origen no es popular: fue acuñado en 1997 por consultoras mineras y legitimado por el Banco Mundial. Surgió como respuesta a la crisis de legitimidad de la industria extractiva tras numerosos derrames tóxicos, conflictos con comunidades y rupturas ambientales. En 1996, una encuesta la ubicaba como la industria con peor imagen pública, incluso por debajo de las tabacaleras. Así nació la idea de una “licencia social para operar”: una aprobación que no aparece en los papeles ni en las normas legales, pero que la sociedad otorga —o no— a quienes pretenden instalarse en sus territorios.
En términos generales, la licencia social implica un aval colectivo para que un nuevo actor —una empresa minera— ingrese a una comunidad con un supuesto proyecto de desarrollo. No se trata de una mera aceptación ni de tolerancia, sino de una integración activa y equitativa en la estrategia territorial. A mayor inversión, mayor retorno social; así funciona el relato ideal. Pero en la práctica, esta licencia no es permanente. Puede cambiar con el tiempo, retirarse si el proyecto pierde legitimidad o si la confianza de la comunidad se rompe.
Ahí aparece una diferencia clave entre visiones. Para las comunidades, la licencia se gana y se cultiva en el tiempo, con respeto y acciones concretas. Para el gobierno y muchas empresas, se otorga una vez, y se usa como escudo: “ya les dieron el aval”, dicen cuando surgen cuestionamientos.
Esta es la pregunta que inquieta a quienes buscan aprobación rápida: funcionarios, gerentes, intermediarios. Y la respuesta depende del grado de afectación territorial. Si un emprendimiento impacta a una región entera, toda la región debe deliberar. Si afecta una cuenca hídrica, los territorios de esa cuenca deben opinar y decidir.
Más allá del debate institucional, hay consenso en que las comunidades y sus organizaciones son las que deben otorgarla. Gobiernos locales, concejos deliberantes o cámaras empresariales pueden opinar, claro, pero no arrogarse una representatividad que les excede. La voz decisiva la tienen los pobladores directa e indirectamente afectados por el proyecto.
No existe una regla del 50% más uno para validar la licencia social. Es un proceso complejo, en el cual la comunidad —en su mayoría significativa— confía y decide integrarse a un proyecto que promete desarrollo. La tentación de algunos gobiernos de mostrar “números a favor” se traduce en estrategias mediáticas que apoyan una narrativa de consenso, muchas veces sostenida por cámaras empresariales, universidades, referentes del sector o institutos de pensamiento. Pero cuando esa imagen impostada se impone sin debate, puede estallar: lo que parecía aval se transforma en rechazo.
El proyecto San Jorge lo ilustra bien. El respaldo irrestricto del gobierno provincial y del municipio de Las Heras, sumado a la persecución judicial contra defensores del agua, ha despertado sospechas legítimas de corporativismo y corrupción. Promesas frágiles, discursos de odio, negación del otro... todo contribuye a enterrar cualquier posibilidad de obtener una licencia social verdadera.
La legitimidad se construye, no se compra. Las decisiones sólidas necesitan tiempo, diálogo, transparencia. Se trata de convencer con caricias, no con palos ni picardías.
Eduardo Sosa – DNI N.º 20.419.756